DE LA ASISTENCIA SOCIAL A LOS SERVICIOS SOCIALES: EL SIGLO XIX

DEL SIGLO XVIII AL SIGLO XIX: LOS ORÍGENES DE LOS SERVICIOS SOCIALES

El paso del siglo XVIII al XIX marcó un punto de inflexión crucial en la evolución de los servicios sociales, ya que se gestaron los cimientos de la sociedad moderna que transformaría de manera radical la percepción de los problemas sociales y la forma en que se abordarían las necesidades de la población (Rodríguez Cabrero, 1989). Durante esta época de cambio, se observó una progresiva metamorfosis de los problemas sociales, convirtiéndolos en asuntos de carácter público y responsabilidad política. Las tradicionales creencias en la responsabilidad de la Iglesia y la caridad privada comenzaron a decaer de forma inexorable (Beltrán Aguirre, 1991:81-89), (Casado, Guillén, 2001:166-167).

Representación de la ejecución de Luis XVI pintada por Georg Heinrich Sieveking (1793)

¿Qué factores impulsaron esta tendencia hacia una percepción pública de los problemas sociales? ¿Cuáles fueron las fuerzas motrices detrás de este cambio? Algunas de estas fuerzas merecen ser examinadas en detalle.

  • En primer lugar, la creciente industrialización y urbanización trajo consigo una complejidad social sin precedentes. Las masivas migraciones del campo a la ciudad generaron concentraciones de población en áreas urbanas, dando lugar a la proliferación de condiciones precarias de vida, falta de vivienda y empleo. Estas condiciones se volvieron difíciles de abordar únicamente con la beneficencia privada.
  • En segundo lugar, las ideologías de la Ilustración y el liberalismo político empezaron a influir en la percepción del papel del Estado en la sociedad. La idea de que el Estado tenía la responsabilidad de garantizar el bienestar general ganó terreno, desafiando la noción tradicional de que la asistencia debía ser principalmente responsabilidad de la Iglesia y la caridad privada.
  • En tercer lugar, los movimientos sociales y políticos de la época, como la Revolución Francesa, plantearon cuestionamientos profundos sobre la desigualdad y la injusticia social. Estos movimientos fomentaron la noción de que el Estado debía intervenir para abordar las necesidades y reducir las disparidades sociales.
  • Además, el pensamiento económico de la época, influenciado por figuras como Adam Smith, subrayó la importancia del bienestar social y la inversión en capital humano para el desarrollo económico a largo plazo. Esto proporcionó un fundamento intelectual para la intervención estatal en áreas de educación, salud y asistencia social.

En resumen, el tránsito del siglo XVIII al XIX fue un período de profundos cambios sociales, políticos y económicos que sentaron las bases para el surgimiento de los servicios sociales modernos. La complejidad de los problemas sociales, las nuevas ideologías de la Ilustración y el liberalismo, los movimientos sociales y las ideas económicas influyeron en la creciente percepción de que el Estado tenía un papel fundamental en abordar las necesidades y desigualdades sociales, allanando el camino para la configuración de los servicios sociales tal como los conocemos en la actualidad.

La Revolución Industrial

La Revolución Industrial, en primera instancia, tuvo un impacto fundamental en el cambio hacia el intervencionismo público en la esfera social. La aparición de la sociedad industrial exacerbó y, en muchos casos, transformó significativamente la miseria y la pobreza, lo que a su vez incentivó la necesidad de intervención gubernamental para abordar estas crecientes problemáticas (Garcés Ferrer, 1996:78).

Esta Revolución Industrial, sin duda, se sitúa como uno de los hitos más trascendentales en la historia de la humanidad. Esta transformación profunda no solo cambió las condiciones de vida, sino también la dinámica laboral. Las fábricas emergentes, marcadas por la insalubridad, el riesgo laboral asociado a nuevas tecnologías y las extenuantes jornadas de trabajo (favorecidas por la proliferación del alumbrado a gas), dieron forma a una realidad laboral dramáticamente desafiante.

Sin embargo, esta situación no afectó solo a las clases más desfavorecidas hasta el momento. Artífices y pequeños agricultores, incapaces de competir con las nuevas realidades económicas, también cayeron en la categoría del nuevo proletariado empobrecido. Además, la diversificación de los orígenes de las personas afectadas por estas condiciones económicas empeoradas amplificó aún más la magnitud de los nuevos problemas sociales (Alonso Olea, 1970; Friedlander, 1989; Ritter, 1991).

En paralelo, la industrialización tuvo otro efecto relevante: la visibilidad y concentración de la pobreza. Aunque la pobreza ha sido siempre parte de la sociedad, previamente se distribuía de manera dispersa por el territorio, en parte debido a medidas administrativas. Por ejemplo, en Inglaterra y España, se prohibía a los pobres desplazarse de sus municipios de residencia para mantener el control sobre la seguridad pública.

La Revolución Industrial centralizó la pobreza en los suburbios de las ciudades y en las proximidades de las fábricas. Estas últimas requerían una población asentada en un radio cercano para asegurar un acceso fácil a los trabajadores. El hacinamiento, las malas condiciones de vivienda y la insalubridad no solo visualizaron la situación de pobreza, sino que también la elevaron a una trascendencia y gravedad sin precedentes. La pobreza ya no se limitaba a ser una problemática individual; su presentación en este nuevo contexto la enmarcaba como una cuestión colectiva y social.

Esta percepción no solo emergió por consideraciones caritativas, sino también por su dimensión política. La concentración de masas proletarias en los suburbios empezó a verse como una potencial amenaza al poder de la naciente burguesía. Esta situación incentivó la promulgación de medidas legislativas destinadas a mitigar los problemas sociales, sentando las bases de los servicios sociales en una etapa temprana (Álvarez Uría, 1986).

Además, la concentración de la pobreza en barrios y viviendas urbanas facilitó la interpretación de un incremento cuantitativo en la pobreza. Así, no solo empeoró la situación de la pobreza en la nueva sociedad industrial, sino que también la urbanización masiva insinuaba un aumento en comparación con el pasado reciente.

La Revolución Democrática

La Revolución Democrática, que tuvo lugar en paralelo con la Revolución Industrial, contribuyó significativamente a la redefinición de la pobreza y los problemas sociales. Esta coincidencia en el tiempo, hacia finales del siglo XVIII, generó un entorno en el cual los cambios en la vida política y social se entrelazaron de manera crucial, dando forma a la sociedad moderna (Rodríguez Cabrero, 1989).

Uno de los impactos más notables de la Revolución Democrática fue la transformación de la naturaleza de la vida política, la cual dejó de ser el dominio exclusivo de minorías aristocráticas o nobles para incluir gradualmente a toda la colectividad. Aunque el acceso al voto para los pobres y los trabajadores no se materializaría hasta finales del siglo XIX, su protagonismo alteró drásticamente la dinámica política. Esto situó los problemas sociales en un lugar prominente en la agenda política, un fenómeno evidente en dos cambios cruciales derivados de esta transformación: la aparición de los partidos políticos de masas y el surgimiento de movimientos sindicales (García Pelayo, 1991).

Los partidos políticos de masas se convirtieron en los portavoces de las necesidades de los grupos marginados, influenciando de manera significativa la vida política y promoviendo la adopción de medidas legales y administrativas en favor de los trabajadores y los pobres. Al mismo tiempo, los movimientos sindicales emergieron como defensores de la clase obrera y promovieron soluciones a los problemas sociales que afectaban a esta clase, como la limitación de la duración de la jornada laboral (García Ninet, 1975).

Además, se originaron movimientos cooperativos y sociedades de auxilio mutuo entre los trabajadores como respuestas internas a las nuevas condiciones sociales. La exigencia de nuevos derechos sociales y políticos, junto con su implementación efectiva, se convirtieron en reivindicaciones dirigidas al poder político (Donati, 1998). Estos eventos revolucionarios tuvieron un impacto profundo en la configuración de la sociedad contemporánea y desempeñaron un papel fundamental en el surgimiento de los servicios sociales.

La Revolución Democrática también cambió la perspectiva sobre la pobreza. La concepción de la persona como ciudadano implicó que las necesidades de los pobres y los marginados ya no eran meramente asuntos privados, sino que el Estado asumió una función protectora. Así, la Revolución Francesa marcó un hito, cambiando el enfoque desde mendicar limosna hasta reclamar derechos legítimos inherentes a la humanidad. Los delegados de la Asamblea Constituyente señalaron que la pobreza violaba los derechos humanos y amenazaba el equilibrio social, lo que motivó la necesidad de abordarla mediante la asistencia social y la creación de comités específicos (Álvarez Uría, 1986:122-123).

Este período también presenció las primeras medidas de protección para la vejez, regulaciones sobre la incapacidad, ayudas por accidentes laborales, protección de la infancia, normas de seguridad e higiene en el trabajo y protección por desempleo, elementos cruciales del intervencionismo público en las condiciones laborales y de vida en la sociedad industrial (Alonso Seco y Gonzalo González, 2000). Estos acontecimientos y el subsiguiente intervencionismo estatal desencadenaron la creación de los servicios sociales y sentaron las bases para el desarrollo del derecho laboral. En España, este proceso fue más tardío debido al retraso en la industrialización en comparación con otros países europeos (Villa, 1969).

Cambios de mentalidad: de súbditos a ciudadanos

Los profundos cambios socio-políticos generados por las Revoluciones Industrial y Democrática no solo provocaron respuestas intelectuales, administrativas y sociales, sino que también llevaron a una transformación de la mentalidad colectiva. La transición de súbditos a ciudadanos, con su capacidad de influencia y participación en la sociedad, se convirtió en un proceso central durante este período de cambio acelerado (Rodríguez Cabrero, 1989).

La creación de cuerpos de funcionarios especializados, como los inspectores de fábrica o de trabajo, encargados de investigar y sancionar las condiciones de trabajo en las nuevas fábricas, marcó un punto de inflexión. Estos funcionarios produjeron monografías que describían tanto las condiciones laborales como las de vida del proletariado. La difusión de estas investigaciones evidenció una conciencia creciente y colectiva respecto a estos problemas.

Sin embargo, este cambio no se limitó solo a la percepción de la pobreza como un fenómeno natural, sino que se destacó la idea de que la pobreza era el resultado de factores humanos como la ignorancia o la explotación. Este cambio de perspectiva marcó un hito importante: la pobreza ya no se veía como una fatalidad inmutable, sino como un problema que podía ser abordado y atenuado por la intervención pública (Bottomore, 1968).

Este nuevo enfoque en la sociedad condujo a una mentalidad de ciudadanos en la que la participación activa y la toma de decisiones colectivas se volvieron esenciales. La sociedad dejó de ser considerada como una realidad impuesta e inmutable, para convertirse en una realidad maleable y modificable por la acción colectiva. Los servicios sociales, en esta nueva concepción, se convirtieron en un instrumento de corrección de los desequilibrios generados por la dinámica social. En última instancia, los servicios sociales surgieron como parte de una visión racional y participativa de la vida colectiva, destinados a mitigar las disparidades creadas por la dinámica social en evolución.

En este sentido, la Revolución Democrática introdujo un cambio significativo en la vida política al elevar el bienestar social como un objetivo explícito de los gobiernos. Aunque esto no implicaba que los gobiernos burgueses actuaran exclusivamente en función de este principio, el bienestar social se convirtió en una fuerza moral que motivó las demandas populares en las décadas siguientes. Este bienestar social se convirtió en la manifestación política de la noción de «felicidad», un concepto central en el pensamiento de la Ilustración (Giner, 1967:334).

El caso concreto de España: razones de un retraso

¿Experimentó España un desarrollo equiparable al de sus países vecinos europeos en términos de acción social? Sin lugar a dudas, se observa un retraso en la evolución de los servicios sociales en el país, una demora que puede atribuirse al menos a tres factores determinantes.

El peso de la Iglesia en la vida social y política española

La influencia de la Iglesia en la sociedad y en la vida política española ha sido un factor de considerable peso. Esta influencia no solo ha sido marcada, sino que también se ha mantenido durante períodos más largos en comparación con otros países europeos (Rodríguez Cabrero, 1989). Para respaldar esta afirmación, se puede observar la historia constitucional de España. A diferencia de muchos otros países europeos donde la separación entre la Iglesia y el Estado comenzó a concretarse a fines del siglo XVIII, en España todas las Constituciones, desde la de Cádiz en 1812, mantuvieron la confesionalidad católica del Estado, incluso hasta el siglo XX con la excepción de las constituciones de 1931 y 1978.

La sólida presencia histórica de la Iglesia en la vida política y social de España ha contribuido a prolongar la etapa de la caridad y la beneficencia, principalmente llevada a cabo por instituciones eclesiásticas (Aznar López, 1996). La asistencia a los necesitados se consideraba como una extensión de la labor religiosa, y se veía con cierta reticencia la intervención del Estado en este ámbito. A lo sumo, se aceptaba la participación estatal de manera testimonial. Sin embargo, es importante reconocer el papel destacado que la Iglesia ha desempeñado en la atención a las necesidades tradicionales y en la creación de instituciones como Cáritas, que posteriormente ha desempeñado un papel fundamental en la renovación de la acción social, convirtiéndose en un pionero en numerosas iniciativas.

El retraso económico de España

Una segunda razón que contribuyó al retraso en la configuración de los servicios sociales en España se encuentra en el contexto económico. España experimentó un retraso económico en comparación con otros países europeos. La Revolución Industrial llegó más tarde y se concentró en unas pocas regiones, como Cataluña, el País Vasco y Asturias. La sociedad española en ese momento era predominantemente rural, con una gran parte de su población viviendo en municipios de baja población y dependiendo principalmente de la agricultura como fuente de trabajo. Incluso a principios del siglo XX, en 1900, solo el 17% de la población residía en capitales de provincia.

Fuente: Toharia (1986:131) y Encuesta de Población Activa 2001 (INE)

Estos datos demuestran claramente el retraso en el proceso de industrialización en España, incluso a principios del siglo XX. Este enfoque en la población rural y la actividad agrícola retrasó la aparición de demandas y problemas asociados con la industrialización, lo que a su vez obstaculizó el desarrollo de respuestas públicas propias de sociedades industriales.

Durante el siglo XIX, en España, la cuestión social estaba naturalmente vinculada a la cuestión agraria, con temas centrados en los jornaleros y la distribución de tierras. En este contexto, las demandas y los problemas estaban más relacionados con la agricultura que con la industrialización. En este sentido, las respuestas públicas a la realidad social estaban limitadas por el hecho de que la sociedad aún no había experimentado un impulso significativo hacia el desarrollo económico. En general, la sociedad se encontraba en una fase previa de desarrollo y, por lo tanto, los problemas y debates que enfrentaba eran inherentes a esta etapa de evolución económica.

El escaso desarrollo del movimiento obrero

El retraso en el desarrollo industrial también tuvo un impacto significativo en la formación del movimiento obrero en España, que se encuentra como una tercera razón para el retraso en la configuración de los servicios sociales. A diferencia de otros países europeos, donde los movimientos obreros comenzaron a emerger en paralelo al proceso de industrialización, en España el movimiento obrero no ganó fuerza hasta el último tercio del siglo XIX. Un ejemplo de esto es la fundación de la Unión General de Trabajadores (UGT) en 1888, que coincide temporalmente con la consolidación del movimiento anarquista en el país (Álvarez Junco, 1976). Por lo tanto, el movimiento obrero español no pudo desempeñar un papel activo y modernizador en la formación del sistema de protección social, ya que su desarrollo estaba en una etapa incipiente durante gran parte de este período.

Es interesante notar que a pesar de las diferencias ideológicas, varios sectores de la sociedad española compartían una preocupación por el espíritu individualista que surgió de la Revolución Francesa y abogaban por la asociación de los trabajadores. Los católicos sociales y los socialistas, aunque por motivos diferentes, coincidieron en la importancia de la intervención estatal para regular y apoyar a los trabajadores. Ambos grupos veían la necesidad de promover formas de organización colectiva para los trabajadores, ya sea a través de las antiguas corporaciones actualizadas o mediante sindicatos modernos. Esta convergencia de perspectivas sobre la importancia de la intervención estatal y la organización de los trabajadores ilustra la complejidad de la situación social y política en ese momento (Marvaud, 1975:415).

En resumen, el retraso en la industrialización, la persistencia de una sociedad mayoritariamente rural y el desarrollo incipiente del movimiento obrero en España contribuyeron de manera significativa al retraso en la formación de los servicios sociales en comparación con otros países europeos.

LA SECULARIZACIÓN DE LA ASISTENCIA: LA BENEFICENCIA EN EL XIX

Principios ideológicos y crisis económicas: la necesaria participación del Estado en el ámbito de la asistencia social

La Revolución Francesa ha marcado un profundo cambio en la configuración de las sociedades europeas. Junto a otros factores, su influencia ideológica ha llevado gradualmente a la secularización de estos países, impactando también en el ámbito de la caridad. La caridad, en particular, ha sido testigo de transformaciones impulsadas por las innovaciones que este acontecimiento trajo consigo.

La secularización y las ideas humanitaristas del siglo XVIII han desempeñado un papel crucial en esta evolución. La noción cristiana de caridad ha dado paso a la concepción laica de justicia y asistencia social, tanto en la mentalidad colectiva como en los textos jurídicos. En la segunda mitad del XIX, las obras de Hernández Iglesias ya comenzaban a sistematizar el esfuerzo normativo en el ámbito de la beneficencia.

La beneficencia, en este contexto, ha transferido la responsabilidad a la sociedad en su conjunto, desplazando el enfoque de lo privado a lo público. Aunque la beneficencia privada todavía tiene su espacio, su protagonismo ha disminuido en comparación con épocas anteriores, cediendo lugar a la beneficencia pública (Barrada Rodríguez, 2001:133).

Este cambio hacia un enfoque público se debe a múltiples influencias. Como lo ha resumido Artola de manera acertada: «El cambio de caridad a beneficencia se debe, además de a la formulación doctrinal de la igualdad de los seres humanos que hizo incómoda la caridad debido a la dependencia que implicaba, a la disminución de las rentas destinadas a este fin. Esto fue producto de la desamortización de los patrimonios de los establecimientos asistenciales llevada a cabo por Godoy en 1798, así como de los conventos, que solían proveer la ‘sopa boba’ de manera gratuita. Las funciones asistenciales que la Iglesia dejó de atender tuvieron que ser asumidas por el Estado, que asignó los recursos presupuestarios adecuados. Al igual que con la educación pública, la desproporción entre las necesidades y los recursos asignados condujo a una disparidad notable que se convirtió en un tema recurrente de críticas» (Artola 1973:283).

No todos los académicos están de acuerdo en que el cambio de caridad a beneficencia se deba únicamente a influencias doctrinales. Para Fontana, la causa debe buscarse en el descontento de los trabajadores, exacerbado por las repetidas crisis económicas de principios del siglo XIX. El temor a los disturbios, el mal ejemplo de los desempleados que demandaban asistencia pública, el aumento de la delincuencia y las amenazas a la propiedad privada generaron la intervención estatal: «Es importante entender que no eran razones humanitarias las que inspiraban estas medidas, sino el temor a la agitación en las ciudades» (Fontana, citado en Serna Alonso 1988:198).

Aunque sin duda las razones del desarrollo de la beneficencia son variadas, el hecho de que la dependencia de la beneficencia haya estado siempre bajo el Ministerio de Gobernación en España respalda la interpretación de Fontana. Además, la consideración prioritaria de la pobreza como un problema de orden público refuerza esta perspectiva.

La reforma ilustrada ya había debilitado los cimientos del antiguo sistema de caridad privada. No obstante, el impacto de estas medidas fue drástico debido a la profunda crisis que sacudió a España entre 1790 y 1815. Esta crisis abarcó diversos aspectos, desde problemas climáticos y bélicos hasta desafíos políticos y financieros. En este contexto de cambios, las estructuras asistenciales tradicionales se resquebrajaron, lo que generó la aparición del Estado como un actor crucial en el ámbito de la asistencia social (Carasa Soto 1987:433).

Este argumento es respaldado por Callahan, quien sostiene que las estructuras asistenciales del antiguo régimen estaban preparadas para enfrentar crisis agrícolas. Sin embargo, cuando la crisis se convirtió en una crisis de subsistencia a principios del siglo XIX, coincidiendo además con las transformaciones en las instituciones de caridad a finales del siglo XVIII, resultó en la destrucción del modelo asistencial tradicional (Callahan, 1978). A esto se sumaron las desamortizaciones sucesivas del siglo XIX, que debilitaron significativamente la economía de las fundaciones asistenciales, preparando así el terreno para la intervención estatal decidida.

En cualquier caso, la reforma ilustrada ya había establecido las bases para la necesaria intervención del Estado en el ámbito de la asistencia social. Como destaca Garrido Falla, en el caso de la beneficencia, es el Estado quien crea las circunstancias para que esta se convierta en una carga estatal. Las medidas impulsadas en el último tercio del siglo XVIII para regular y prohibir la mendicidad

Acciones jurídico-institucionales

Los hitos más destacados del período: la Constitución de Bayona de 1808, la Constitución de Cádiz de 1812, la Ley de Beneficencia de 1822, la Ley de Beneficencia de 1849 y la posterior evolución del sistema de beneficencia.

La Constitución de 1808

La ocupación francesa en España entre 1808 y 1814 dejó una marca institucional de gran trascendencia: la introducción de la estructura ministerial, sentando así las bases para el paulatino declive del complejo sistema polisinodial de los consejos. Incluso el propio José I, desde Burgos en enero de 1809, firmó el decreto de abolición del Consejo de Castilla, el cual sería restablecido en 1814 tras el retorno de Fernando VII.

La Constitución de Bayona en julio de 1808 ya anticipaba la creación de los ministerios de Negocios Extranjeros, Justicia, Negocios Eclesiásticos, Hacienda, Guerra, Marina, Indias, Interior y Policía General. No obstante, fue el 7 de febrero de 1809, después de la segunda entrada de José Bonaparte en Madrid, que se firmó el Real Decreto sobre organización y funciones de los Ministerios. Dentro de estas novedades, la creación del Ministerio del Interior se destaca como una de las innovaciones más significativas del reinado de José Napoleón I en España. Sin embargo, el establecimiento definitivo de un ministerio que centralizara los asuntos relacionados con el gobierno interior del Reino no ocurrió hasta noviembre de 1832, siendo Javier de Burgos su primer titular.

El Real Decreto del 6 de febrero de 1809 delineó las competencias del Ministerio del Interior, el cual tuvo la crucial tarea de absorber la potestad administrativa y política que hasta entonces había estado en manos del Consejo de Castilla, ya disuelto por Napoleón. Las atribuciones de este nuevo ministerio josefino eran amplias y abarcaban desde asuntos de administración central del reino hasta políticas de salud, economía y educación. Las tareas comprendían desde presentar al soberano temas de administración central y policía municipal de los pueblos, hasta cuidar de hospitales, establecimientos de beneficencia, caminos, puertos, agricultura, industria, comercio, educación y estadísticas, entre otros.

Ante la vastedad de estas competencias que incluían gobernación, presidencia, obras públicas, agricultura, industria, comercio, educación, cultura, marina, justicia, hacienda y asuntos exteriores, se hacía necesaria una estructuración interna sólida. Inicialmente, se distribuyeron los asuntos del Ministerio en cinco secciones, cada una bajo la dirección de un jefe. Además, como órganos centrales dependientes del Ministerio, encontrábamos entidades como la Contaduría General de propios del Reino, la Dirección General de Caminos, el Canal de Guadarrama, el Real Gabinete de Historia Natural, y muchas otras.

Esta transformación fue un hito clave en la evolución administrativa de España, dejando atrás el complejo sistema de consejos para dar paso a una estructura ministerial que se alineaba con los cambios políticos y sociales de la época.

La Constitución de 1812

La Constitución de 1812 marcó un punto crucial en la transición de la monarquía absoluta al Estado liberal, con la consiguiente reconfiguración de la benevolencia y la asistencia social. En este proceso, el Estado asumió la responsabilidad de la asistencia social y la beneficencia pública, estableciendo una relación sólida entre el gobierno y la atención a las necesidades sociales.

La Constitución de 1812, en su artículo 321.6, encomendó a los Ayuntamientos la tarea de «cuidar de los hospitales, hospicios, casas de expósitos y demás establecimientos de beneficencia, bajo las reglas que se prescriban». Además, los artículos 323 y 335.8 atribuyeron a las Diputaciones provinciales la competencia en la inspección de su funcionamiento y la propuesta al Gobierno de medidas para reformar cualquier deficiencia detectada.

La Ley de 23 de junio de 1813, considerada como la primera ley sobre instrucción para el gobierno económico-político de las provincias bajo el sistema constitucional, desarrolló estos preceptos. Esta ley estableció que los Ayuntamientos tenían la responsabilidad de mantener la limpieza de hospitales, cárceles y casas de caridad o beneficencia. Asimismo, se detalló que en los establecimientos de beneficencia financiados por fondos públicos, los Ayuntamientos debían cuidar de su funcionamiento bajo las reglas establecidas por el Gobierno.

La municipalización de la beneficencia en el siglo XIX respondió al cambio en el perfil de los beneficiarios, debido a la creciente urbanización de la pobreza. La asistencia social que antes se centraba en enfermos, expósitos y vagabundos itinerantes se volvió insuficiente para afrontar la nueva realidad urbana. La expansión de la pobreza hacia las ciudades requirió un fortalecimiento de la capacidad de asistencia urbana.

Esta transformación en la asistencia no solo implicó un cambio en los destinatarios y el entorno espacial, sino también en la concepción de la relación entre el Estado y los necesitados. La municipalización de la beneficencia dejó de ser simplemente una reubicación administrativa y se convirtió en una reinterpretación más profunda de la pobreza y las necesidades sociales. La beneficencia ya no se consideraba solo como una acción caritativa personal, sino como un servicio público que clasificaba, controlaba, asistía y, en algunos casos, reprimía a las clases más necesitadas de la sociedad. Este cambio reflejó una nueva visión del papel de las autoridades gubernamentales en la atención y regulación de las necesidades sociales en el contexto urbano en evolución.

La Ley de Beneficencia de 1822

La Ley de Beneficencia de febrero de 1822 se erige como una pieza fundamental en la política de asistencia social, ya que representa el primer plan organizativo de la beneficencia pública. Esta ley, con ocho títulos y ciento treinta y ocho artículos, consolida los fondos disponibles bajo la autoridad municipal, pero a la vez establece Juntas municipales de beneficencia que desempeñan un papel central en la gestión de la misma.

Las Juntas municipales de beneficencia, definidas como el «resorte principal del sistema de beneficencia» por el artículo 24, se componían de figuras como el Alcalde, un regidor del Ayuntamiento, el párroco más antiguo, vecinos ilustrados y caritativos, así como un médico y un cirujano prominentes. Su responsabilidad abarcaba una amplia gama de tareas, desde la recaudación de limosnas y suscripciones voluntarias hasta la atención a necesidades hospitalarias, socorros a domicilio, educación de niños pobres, y la derivación de personas en condiciones de necesidad a los establecimientos de Beneficencia.

Aunque se busca la secularización institucional, la presencia de eclesiásticos en las Juntas no es incompatible y, en cambio, simboliza una continuidad. La ley de 1822 se enfoca en el fomento de la beneficencia domiciliaria como principio rector, procurando que solo aquellos que no puedan ser ayudados en sus hogares sean dirigidos a los centros de socorro. Estos socorros pueden ser económicos, materiales o alimenticios, y esta misma orientación guía la «hospitalización domiciliaria», que se refiere a la asistencia sanitaria a domicilio por parte de enfermeros.

A lo largo del siglo XIX, el énfasis en la asistencia domiciliaria persiste, impulsado por razones económicas y la intención de mantener a los necesitados en sus entornos. Las casas de maternidad, las casas de socorro y la Hospitalidad Pública son tres tipos fundamentales de establecimientos de beneficencia que aborda la ley de 1822. Las casas de maternidad se dividen en tres departamentos para atender a mujeres embarazadas y paridas, la lactancia de los niños y la educación de estos últimos hasta los seis años. Las casas de socorro, por su parte, acogen huérfanos, niños de las casas de maternidad y pobres en general, ofreciéndoles trabajo y educación. La Hospitalidad Pública, como último recurso, regula la existencia de hospitales en las capitales de provincia y, de manera interesante, limita su número en los pueblos.

Una innovación revolucionaria y polémica de la ley es la administración de los fondos de beneficencia. Bajo el título II, los fondos se unifican bajo la autoridad municipal, reflejando el deseo estatal de abordar las necesidades a través de un enfoque más centralizado y menos influenciado por la Iglesia.

La voluntad de hacer efectiva esta ley se evidencia en la implementación de una lista de arbitrios poco después de su promulgación. Sin embargo, la Ley de 1822, como las del Trienio Liberal, sufrió suspensión con la restauración del absolutismo y no se materializó completamente hasta su reintroducción en 1836. A medida que se acercaba el siglo XIX, surgía la necesidad de ajustes y modificaciones en la ley, con la Ley de 1849 como culminación de este proceso de desarrollo normativo en el ámbito de la beneficencia.

La Ley de Beneficencia de 1849

La Ley de Beneficencia de 1849 marcó una continuación de las líneas fundamentales trazadas por la ley de 1822, manteniendo una consistente vigencia a lo largo de todo el siglo. Sin embargo, esta nueva ley introduce un matiz significativo al considerar la asistencia pública como una responsabilidad compartida entre el Estado, las provincias y los municipios, lo que lleva a la creación de Juntas de Beneficencia a estos tres niveles.

El intervencionismo estatal se manifiesta inicialmente en la puesta de los fondos de beneficencia privada al servicio de la asistencia pública. No obstante, esta secularización abarca otros ámbitos, como el fortalecimiento del papel de los Subdelegados de Fomento, quienes asumen la supervisión de todas las instituciones de beneficencia, tanto públicas como privadas. Además, los Subdelegados se convierten en presidentes de las Juntas de los establecimientos provinciales, eliminando la tradición de seleccionar directivos entre la nobleza o el clero.

La intervención estatal no se limita a la administración de los activos de la beneficencia privada. A través de diversas órdenes emitidas entre 1838 y 1846, se incrementa la influencia pública en el control del patrimonio de la beneficencia particular, bajo el pretexto de su protectorado. Estas medidas reflejan la exclusividad del gobierno en asuntos relacionados con el orden público y el protectorado de intereses colectivos que necesiten tutela estatal. Se reafirma así el derecho del Estado a supervisar e intervenir en el cumplimiento de la voluntad de los particulares que hayan establecido fundaciones.

La ley del 20 de junio de 1849 y su Reglamento de aplicación del 14 de mayo de 1852, con algunas modificaciones, se mantuvieron vigentes hasta el siglo XX. Esta legislación marcó nuevos avances hacia el intervencionismo estatal. En su artículo 1, declara que todos los establecimientos de beneficencia son públicos, excepto aquellos financiados con fondos propios, donaciones o legados privados. Además, la Jurisprudencia fortaleció esta orientación al considerar que el carácter de beneficencia particular se pierde y se convierte en un establecimiento de Beneficencia general al aceptar subvenciones estatales.

Las desamortizaciones del siglo XIX acentuaron la crisis de la beneficencia particular, especialmente tras la ley desamortizadora de 1855, que permitía la venta de bienes de la beneficencia, obras pías y otros activos de manos muertas.

En términos administrativos y económicos, el intervencionismo estatal aumentó su influencia. Sin embargo, uno de los aspectos más significativos de la ley de beneficencia de 1849 es la reducción del papel de los municipios y el fortalecimiento del de las provincias y la administración central. La ley clasifica los establecimientos de beneficencia en tres categorías:

  1. Establecimientos Generales: Financiados por el Estado, abordaban necesidades permanentes como la atención a locos, sordomudos, ciegos, impedidos y decrépitos. Aunque el Estado no llegó a tener una presencia dominante en estos establecimientos, su número financiado con fondos públicos estatales siempre fue limitado.
  2. Establecimientos Provinciales: Estos se convirtieron en la continuación de funciones que originalmente correspondían a los municipios según la ley de 1822. Casas de maternidad, expósitos, huérfanos y desamparados son ahora responsabilidad de las Diputaciones Provinciales.
  3. Establecimientos Municipales: Los municipios conservan su función principal de ofrecer asistencia inmediata y direccionar a los necesitados hacia instituciones superiores. Esto incluye la gestión de casas de refugio y hospitalidad temporal, así como la beneficencia domiciliaria.

Por lo tanto, la Ley de Beneficencia de 1849 revirtió el antiguo protagonismo municipal, considerándolos como primeros auxilios y conductos hacia instituciones de nivel superior, reforzando la influencia de las provincias y la administración central en la administración de los servicios de asistencia pública.

Evolución posterior del sistema de beneficencia

La evolución posterior del sistema de beneficencia en el siglo XIX español es un reflejo de un periodo caracterizado por agitaciones políticas y cambios sociales. Sin embargo, esta evolución no sigue siempre una línea continua ni coherente. Durante el sexenio democrático, en virtud de los decretos emitidos el 4 de noviembre y el 17 de diciembre de 1868, se intensifica el intervencionismo administrativo directo. En esta fase, las Juntas de Beneficencia General, Provinciales y Municipales, que representaban formas de intervención social, son abolidas y sus funciones se traspasan a la Dirección General de Beneficencia, a las Diputaciones y a los Municipios. Este cambio de control público a gestión directa marca un giro en el enfoque de la beneficencia.

En contra de lo que podría esperarse, durante la Primera República se promueve la descentralización y, de manera más significativa, se favorece a la beneficencia particular, especialmente la de carácter religioso. Consideraciones presupuestarias sugieren asignar centros públicos a particulares, reservando al Gobierno la función de inspección (Decreto de 16 de julio de 1873, citado en Maza Zorrilla, 1987:187-188).

A pesar de los esfuerzos reglamentarios continuos en el ámbito de la beneficencia, las serias deficiencias persisten (Aznar, 1996:591). Concepción Arenal ya había señalado estas carencias, preocupada por coordinar la beneficencia pública y privada. Su evaluación refleja el estado de esta esfera de la sociedad en el siglo XIX: «Salvo en contadas excepciones, el estado de nuestra Beneficencia es lamentable; aunque suene duro, es una triste realidad. Los métodos de la sociedad antigua ya no existen; los de la nueva aún no están organizados y la sufrida y desamparada humanidad padece duramente en este triste interregno» (Arenal, 1894:64-65).

En última instancia, el problema no reside solo en la calidad; el número de establecimientos en el siglo XIX es notablemente bajo. En 1856, se estableció la Comisión General de Estadística del Reino y, un año después, la Gaceta del 12 de diciembre de 1857 proporcionó un panorama de los recursos de la beneficencia. Se contabilizaron «1292 establecimientos (7 generales, 106 provinciales, 868 municipales, 258 particulares y 53 de beneficencia domiciliaria). En total, había 734 hospitales, 73 hospicios, 27 asilos de mendicidad, 97 depósitos para pobres, 95 inclusas o casas de expósitos, 18 casas de maternidad, 31 asilos, 25 de socorro, 8 de desamparados, 8 de locos, 6 de parturientas, 20 de misericordia, 13 de refugio y 4 de incurables. En 1856, el número de personas atendidas en estas instituciones llegó a 170,010, y el número de personas asistidas a domicilio fue de 714,894, sin contar con los beneficiados por las Sociedades de la Caridad Cristiana de San Vicente de Paúl, establecidas en 1850 y pronto consideradas de utilidad pública. Estas cifras son aún más reveladoras al compararlas con las que se conocen de finales del siglo XVIII: 2231 hospitales, 106 hospicios, 82 casas de reclusión, 67 de expósitos y 7347 para pobres. En total, 9833 instituciones, a las que se sumaban 3196 conventos, lo que significaba, según el economista social Fernando Garrido, más de 13000 establecimientos para el alivio de la pobreza» (Álvarez Uría, 1986:136-137; Barrada Rodríguez, 2001:163-172).

A comienzos del siglo XX, el Ministerio de Gobernación, a través de su Dirección General de Administración, publicó en 1909 un nuevo inventario de los recursos disponibles bajo el título de «Estadística General de la Beneficencia en España». No obstante, a lo largo del siglo XIX, se observa un proceso histórico en el que la asistencia social pasó de estar en manos, principalmente, de la iniciativa privada y de la Iglesia, principales impulsoras de las instituciones benéficas, a una política secularizadora que transfirió estas responsabilidades asistenciales a los poderes públicos, como parte de la diversificada administración estatal (Maza Zorrilla, 1987:192-193).

El sistema asistencial del Antiguo Régimen experimentó una transformación significativa debido a la influencia de la desamortización, el control de la beneficencia privada, la municipalización y la provincialización. En realidad, como observó Carasa, quienes asumieron el rol asistencial en el siglo XIX no fueron los poderes estatales, sino intermediarios como los municipios y las provincias: «Esta distinción es importante, ya que el protagonismo estatal hubiera implicado un mayor enfoque en entender y tratar la beneficencia o asistencia como un medio redistributivo de la riqueza acumulada. Sin embargo, la asistencia en manos de intermediarios fue más susceptible de seguir las directrices de los intereses de los grupos dominantes en cada lugar» (Carasa Soto, 1987:459).

Este proceso en última instancia condujo a la homogeneización de las instituciones y a su control desde las instancias administrativas provinciales. Esta evolución es paralela a la experimentada por otras instituciones asistenciales de la época. La Revolución Liberal fue el catalizador principal para transformar a las Montes de Piedad, con un enfoque marcadamente religioso y asistencial, en Cajas de Ahorro, con un enfoque más secular y crediticio, aunque no orientadas al lucro. Los decretos reales del 29 de junio de 1853 y del 29 de junio de 1880 proclamaron el interés estatal en expandir estas Cajas en todas las capitales que aún carecieran de ellas y reservaron el derecho de aprobar sus estatutos, reglamentos y, sobre todo, las sometieron a la supervisión gubernamental (Titos, 1979).

EL REFORMISMO DE LA RESTAURACIÓN: LA COMISIÓN DE REFORMAS SOCIALES (1883)

Orígenes

El surgimiento de la Comisión de Reformas Sociales en 1883 se enmarca en un período político específico de España: la época de la Restauración borbónica, especialmente tras la caída de Cánovas. Durante este tiempo, la necesidad de abordar las cuestiones sociales se convirtió en una prioridad, dado que se había superado el Antiguo Régimen, se había iniciado la industrialización y las clases obreras habían cobrado protagonismo.

La exposición de motivos del Real Decreto de 2 de agosto de 1900 refleja de manera concisa la urgencia de abordar el problema social: «la profunda división de las distintas clases sociales, verdadero problema que, con el nombre de cuestión social, se plantea en nuestros días, y ha de tener fatales consecuencias, si, por desgracia, no se resuelve con acierto» (cit. en Montoya Melgar 1975:42).

Desde la década de 1850 hasta los años 60 del siglo XIX, diversos médicos y urbanistas, como Ildefonso Cerdá, documentaron las precarias condiciones de vida, de trabajo, vivienda y salud, la extenuante jornada laboral, las condiciones alimenticias, los salarios y el costo de subsistencia de la clase obrera industrial y agraria (resumido en Jutglar 1968: cap.8).

El surgimiento del movimiento sindical y la primera huelga general en Barcelona en 1855 reflejaron la radicalización de los conflictos sociales y la importancia que se daba a la reivindicación del derecho de asociación como herramienta fundamental para cambiar la situación social (relación entre el movimiento obrero y la fundación de la Comisión de Reformas Sociales se encuentra en Iglesias y Elorza, 1969).

A medida que los afectados por estas difíciles condiciones de vida comenzaron a responder a la situación a través del movimiento sindical obrero, también fue evidente que las estructuras liberales estaban evolucionando de su abstencionismo típico para desarrollar un sistema de intervención social, diseñado para abordar las necesidades que surgían debido a la inserción de los individuos en la sociedad en la que vivían (López Pena 1969:11-12). La Comisión de Reformas Sociales es un reflejo de esta evolución de las estructuras liberales, particularmente en el contexto de la industrialización retrasada en España.

Además de los factores internos, los orígenes de la Comisión de Reformas Sociales también están influenciados por eventos exteriores. El crecimiento del movimiento obrero y del socialismo, la introducción de las primeras medidas legislativas de seguridad social en Alemania por Bismarck en 1883, la creación de la Sociedad Fabiana en Inglaterra en el mismo año (Álvarez Junco, 1986: 147; Álvarez Gutiérrez, 1987) y la encíclica Rerum Novarum, todas estas iniciativas revelan la diversidad de esfuerzos que surgieron en esa época para abordar los apremiantes problemas sociales.

Creación

El 5 de diciembre de 1883, bajo la iniciativa del Presidente de Gobierno Posada Herrera y el Ministro de Gobernación Segismundo Moret, se promulgó un Real Decreto que dio lugar a la creación de una comisión. Esta comisión tenía como finalidad el análisis exhaustivo de asuntos directamente relacionados con el bienestar de las clases obreras, abarcando tanto a los trabajadores industriales como a los agrícolas. Además, su enfoque se extendía a cuestiones que impactaban las dinámicas entre el capital y el trabajo. (Para comprender mejor la percepción pública frente a la Comisión de Reformas Sociales, ver el análisis de Diego García en 1987).

Con el objetivo de llevar a cabo esta misión, se establecieron comisiones en el ámbito provincial y local. Estas comisiones tenían la responsabilidad de recopilar datos estadísticos y opiniones en relación con los problemas y necesidades que enfrentaba la clase obrera. Para ello, se elaboró un cuestionario que se distribuyó a diversas instituciones y personas que pudiesen proporcionar información relevante sobre la cuestión social. Entre los destinatarios del cuestionario se encontraban corporaciones públicas, sindicatos, agrupaciones patronales, cámaras de comercio, círculos y ateneos. La respuesta al cuestionario podía ser proporcionada de manera escrita o verbal. A partir de los datos obtenidos, la Comisión se encargaba de presentar proyectos de ley al Gobierno. Estos proyectos, una vez presentados, quedaban sujetos a discusión y aprobación por parte de las Cortes. (El decreto de establecimiento y una documentación detallada acerca de la labor de la Comisión se encuentran disponibles en Elorza e Iglesias en 1973).

Posteriormente, mediante un Real Decreto emitido el 13 de marzo de 1890, la Comisión experimentó una reforma que reforzó su papel interventor en la esfera social. El artículo 6 de este decreto delineaba específicamente sus funciones esenciales:

  1. Elaborar todos los proyectos de ley que buscasen la mejora del estado de las clases obreras o la optimización de sus relaciones económicas con las clases productoras.
  2. Proporcionar análisis y recomendaciones en relación con los temas especialmente presentados por el Gobierno.
  3. Presentar al Gobierno aquellos proyectos de decretos o leyes que considerase conducentes a los siguientes puntos rigurosamente definidos en la formación obrera:
    • Mejoramiento de la vivienda para las clases obreras.
    • Supervisión de la policía, higiene y salubridad en los talleres.
    • Combate contra el fraude en la adulteración y peso de las sustancias esenciales, con especial atención en los alimentos.
    • Implementación de medidas para facilitar la asociación, el ahorro y la ayuda mutua. (Citado en López Pena en 1969:24).

Finalidad

El propósito fundamental de la Comisión se establece de manera clara e inequívoca: actuar como una herramienta destinada a configurar una legislación que se aproxime de manera más efectiva a las necesidades de los grupos a los que está dirigida. Además, esta legislación buscaba contar con un nivel de aceptación más amplio entre la población. Se inaugura, en esencia, un nuevo enfoque en la legislación española, especialmente evidenciado en la exposición de motivos del Real Decreto emitido el 13 de marzo de 1890.

De manera pionera, en esta fase legislativa se hace uso de la expresión «trabajo social», si bien su significado difiere significativamente del concepto contemporáneo. En este contexto, el término alude al proceso de análisis y consulta de las personas afectadas, una tarea que se consideraba esencial antes de tomar decisiones legales. A pesar de esta distinción semántica, lo relevante aquí es subrayar el alcance ambicioso del programa que la legislación estableció como el objetivo primordial de la Comisión. De hecho, este programa representa un conjunto de políticas sociales de considerable envergadura.

Importancia y Efectos

La importancia de la Comisión de Reformas Sociales se manifiesta en su misma concepción y en la elección de Cánovas, líder de la oposición, como su presidente. Este enfoque refleja la percepción de que la «cuestión social» se había convertido en un asunto de Estado de vital importancia. Esto llevó a una unión de los partidos políticos en la lucha contra lo que se veía como una amenaza inminente. Esta medida trascendental implicaba que el Estado reconocía su deber de abordar los nuevos problemas sociales, desafiando las viejas concepciones liberales de abstención estatal.

Esta evolución ideológica, aunque compartida por los diversos miembros de la Comisión, afirmaba un mensaje claro: la cuestión social no podía ser negada o tratada exclusivamente como un problema de orden público. En su lugar, se debía enfrentar con seriedad y considerar las condiciones de vida de las clases trabajadoras como una responsabilidad estatal.

La Comisión de Reformas Sociales también tuvo un impacto notable en la opinión pública y en el debate público sobre la cuestión social. Esto la situó en una posición singular en la historia española: de ser un cuerpo inicialmente orientado hacia un intervencionismo científico y teórico, paso a uno normativo, abogando por la conciliación, el arbitraje, la inspección y las sanciones en temas sociales.

La creación de la Comisión marcó un hito en la historia española al reconocer que el problema social debía abordarse desde una perspectiva global y sistemática. La envergadura de la cuestión social demandaba soluciones más allá de respuestas puntuales, y requería una política reformista a nivel estatal.

Aunque la Comisión no obtuvo todos los resultados directos que hubieran sido deseados, su labor documental fue esencial. La publicación de catorce volúmenes con proyectos de ley, debates y dictámenes sobre aspectos fundamentales de la situación social en España a finales del siglo XIX proporcionó un material valioso para futuras acciones legislativas.

Los efectos de la Comisión se pueden evaluar considerando su legado tangible: la creación de leyes y regulaciones sociales. A pesar de las limitaciones y apatía gubernamental, esta comisión sentó las bases para el desarrollo posterior de una legislación social crucial. La regulación del derecho de asociación en 1887, que sería fundamental para el asociacionismo obrero, y las disposiciones legales sobre accidentes de trabajo, seguridad e higiene en el trabajo demuestran la influencia duradera de la Comisión en la evolución de la legislación social en España.

En última instancia, aunque la Comisión no logró erradicar por completo los problemas sociales, sentó las bases para un proceso de reformas graduales en lugar de cambios revolucionarios. En palabras de Gumersindo de Azcárate, marcó el inicio de «un camino lento de reformas para evitar la violencia de las revoluciones».

No obstante, la trascendencia de la Comisión de Reformas Sociales no se detuvo en su existencia. Fue el germen del Instituto de Reformas Sociales, un organismo fundamental en la historia española del siglo XX, y constituyó un legado relevante de los sectores más liberales de la burguesía vinculados a la Institución Libre de Enseñanza.

CONCLUSIONES

El tránsito del siglo XVIII al XIX fue testigo de dos eventos de gran magnitud, la Revolución Industrial y las Revoluciones Democráticas, que catalizaron la transformación de los problemas sociales en cuestiones de alcance público y responsabilidad política. Estos acontecimientos impulsaron cambios fundamentales en los ámbitos intelectual, administrativo y social, sentando las bases para la emergencia del sistema de servicios sociales.

En este contexto, dos pilares esenciales se destacan como impulsores del desarrollo del sistema de servicios sociales:

1. Secularización de la Asistencia Social: A medida que la influencia de la Iglesia se desvanecía y la autoridad civil ganaba terreno, la asistencia social se secularizaba gradualmente. La atención a los necesitados dejaba de ser exclusivamente responsabilidad de las instituciones religiosas y se convertía en un asunto compartido entre la sociedad y el Estado.

2. Intervención del Estado en la Asistencia: La autoridad civil comenzó a asumir un papel cada vez más activo en la resolución de las situaciones de necesidad. La administración pública empezó a reconocer su responsabilidad en garantizar el bienestar de los ciudadanos, transformando las cuestiones sociales en problemas a ser abordados por políticas públicas.

En el contexto específico de España, la evolución del sistema de servicios sociales se vio ralentizada por tres factores clave: la influencia arraigada de la Iglesia en los ámbitos social, político y económico; el retraso económico del país; y la limitada presencia del movimiento obrero en comparación con otros países europeos.

No obstante este retraso, el siglo XIX marcó una evolución escalonada que condujo a un mayor involucramiento del Estado en cuestiones sociales. Las etapas legislativas fundamentales de esta transformación fueron:

a) Constitución de Cádiz de 1812: Introdujo una municipalización de la asistencia, descentralizando la responsabilidad y acercándola a las comunidades locales.

b) Ley de Beneficencia de 1822: Considerada como el primer plan organizativo de la beneficencia pública, estableció los cimientos para una gestión más estructurada de la asistencia.

c) Ley de Beneficencia de 1849: Esta ley traspasó los fondos de la beneficencia privada al servicio de la asistencia pública, consolidando la intervención del Estado en la gestión de los problemas sociales.

Estos cambios condujeron a una transformación radical del sistema asistencial del Antiguo Régimen. La desamortización, el control gubernamental de la beneficencia privada, y la municipalización y provincialización de la asistencia contribuyeron a homogeneizar las instituciones y a centralizar su gestión bajo las autoridades provinciales.

El siglo XIX culminó con la creación de la Comisión de Reformas Sociales, un organismo nacido en un contexto caracterizado por el creciente protagonismo de la clase obrera debido a la industrialización tardía, el debilitamiento del abstencionismo liberal y la influencia de eventos externos en países vecinos. Esta comisión marcó el germen de lo que eventualmente se convertiría en el Instituto de Reformas Sociales, institución fundamental para la evolución del sistema de servicios sociales en España.

Un ejemplo claro de este proceso puede verse en la transformación de la asistencia a los necesitados. Antes, esta tarea estaba predominantemente en manos de organizaciones religiosas, pero a medida que el Estado ganó influencia, se establecieron leyes y regulaciones que ampliaron su papel en la asistencia pública. Por ejemplo, la Ley de Beneficencia de 1822 en España sentó las bases para una gestión más organizada y planificada de la ayuda a los necesitados, marcando un hito en el camino hacia un sistema de servicios sociales más formalizado y orientado por políticas gubernamentales.

REFERENCIAS

  • Alemán Bracho, C.., Alonso Seco, J.M.. and Fernández Santiago, P.. (2010) Fundamentos de servicios sociales. Valencia: Tirant lo Blanch.
  • ChatGPT

Deja un comentario