El siglo XVIII, un período reformador y la antesala de la Revolución liberal, se destacó por la política ilustrada que trajo consigo el largo reinado de Carlos III (1759-1787), impulsando una etapa de intensa modernización en España. Con la instauración de la dinastía borbónica, el panorama político se transformó de manera gradual, adoptando el modelo organizativo francés en lugar de la anterior estructura de la Monarquía austriaca.
Ningún otro siglo como el XVIII ha demostrado un cambio tan pronunciado en la tradición española, rompiendo con la inercia y presentando una minoría activa y combativa ante la rigidez tradicional. De hecho, el siglo XVIII ocupa un lugar destacado en la historia de la corriente liberal en España. Tanto Sarrailh como Rumeu de Armas han resaltado las conexiones entre la Ilustración y la Revolución liberal. Rumeu incluso afirma que la Revolución liberal no se forjó en las Cortes de Cádiz en la medida en que se percibe, sino más bien en los entresijos y despachos de los ministros de Carlos III y Carlos IV. Menéndez Pelayo sostenía que el siglo XVIII constituía el preludio o el primer capítulo de la Revolución liberal. En relación con la economía, resulta indudable que las Cortes de Cádiz otorgaron legalidad a hechos ya consumados (Rumeu, 1981:330; en el mismo sentido Sarrailh, 1974:711).
Las medidas adoptadas para promover la prosperidad nacional abarcaron todos los ámbitos. Se implementaron políticas activas de obras públicas, mejora y saneamiento urbano, así como dotación de infraestructuras esenciales. También se emprendió una reestructuración administrativa con la finalidad de dinamizar el desarrollo, dando lugar a la colonización de áreas despobladas, como Sierra Morena, a través de la fundación de nuevos asentamientos.
El impulso en la riqueza, el comercio y la artesanía fue acompañado de medidas que fomentaban las artes, las letras y las ciencias. La mentalidad laica y regeneracionista sirvió de incentivo para la acción ilustrada. La innovación y el sentido de cambio profundo se reflejaron especialmente en el ámbito de la acción social, posiblemente el área donde las innovaciones generaron mayor conciencia de las transformaciones en curso en la España de ese momento. Hubo un notable respaldo a instituciones capaces de difundir la educación, tanto en las universidades, cuyos planes de estudio fueron modernizados, como en la promoción de la educación, los periódicos y las Sociedades de Amigos del País (Viñao Frago, 1981) (Puelles Benítez, 1990).
La cultura y la educación fueron consideradas las principales vías hacia la felicidad y la prosperidad social. Jovellanos planteó la pregunta: «¿Es la instrucción pública el primer origen de la prosperidad social?», a lo que respondió: «Sin duda. Esta es una verdad que aún no está bien reconocida o al menos no apreciada como debería, pero es una verdad. La razón y la experiencia respaldan esta afirmación. Las fuentes de la prosperidad social son variadas, pero todas emanan de un mismo origen: la instrucción pública. Con la educación, todo mejora y florece; sin ella, todo se deteriora y se arruina» (citado en Sarrailh, 1974:170). Estas convicciones impulsaron un significativo esfuerzo en la educación y la formación profesional durante la época de la Ilustración.
Un instrumento para las reformas: las Sociedades Económicas de Amigos del País
Las Sociedades Económicas de Amigos del País surgieron como un instrumento fundamental para respaldar las reformas emprendidas durante el siglo XVIII. Aunque el entusiasmo y la voluntad de los gobernantes eran importantes, resultaba esencial movilizar a la población de manera más amplia. En este contexto, las Sociedades Económicas, concebidas como plataformas de acción colectiva y legitimación del cambio social, desempeñaron un papel crucial. La iniciativa de fundar estas sociedades se impulsó desde 1774, cuando Campomanes, a través de una circular, instó a las autoridades locales a crear estas organizaciones, siguiendo ejemplos como la Sociedad de Berna o la de las Vascongadas, esta última siendo la primera establecida en una ciudad española (Sarrailh, 1974:4-5). La respuesta fue significativa, y estas sociedades se establecieron en numerosas ciudades (Sarrailh, 1974:cap. 4 y 5; Castellano, 1984; Forniés Casals, 1997).
Estas Sociedades Económicas congregaban a personas de diferentes estratos sociales, incluyendo nobles, intelectuales y clérigos con inclinaciones reformistas, e incluso, por expreso deseo de Carlos III, abrieron sus puertas a las mujeres. La característica distintiva de estas sociedades era su objetivo de impulsar colectivamente el cambio social, sin hacer distinciones de rango o posición social, con la intención de involucrar a la mayor parte de la población. No obstante, esta dinámica suscitó recelos por parte de ciertos sectores eclesiásticos y líderes locales.
La tarea de las Sociedades Económicas era analizar las condiciones particulares de cada provincia y, basándose en sus recursos, determinar las industrias y actividades que convenía promover. Debían examinar y difundir innovaciones para mejorar la rentabilidad, herramientas, instrumentos y calidad en la agricultura, industria y comercio. Asimismo, tenían la responsabilidad de divulgar los avances científicos, estimular la iniciativa individual en la mejora de estas actividades mediante premios, convocatorias públicas, exposiciones, concursos y debates abiertos sobre proyectos beneficiosos. En definitiva, debían tomar cualquier iniciativa que contribuyera al bienestar colectivo (Sarrailh, 1974; Herr, 1971:129 y ss.). Esta preocupación por el bienestar colectivo también se reflejó en las numerosas reflexiones relacionadas con la mendicidad, la beneficencia y la asistencia social durante la Ilustración (Negrín, 1984). El impacto de estas sociedades fue trascendental en la promoción de la modernización y el progreso en diversos ámbitos de la sociedad española de la época.
La pobreza: un problema económico y una cuestión de orden social
La Ilustración del siglo XVIII en España abordó el problema de la pobreza desde una perspectiva tanto económica como social, enfocándose en la necesidad de una población activa y laboriosa para lograr un Estado próspero. Las políticas de esta época buscaban promover la laboriosidad y asistir a aquellos imposibilitados para trabajar, como viudas, huérfanos y jornaleros desempleados. Los vagabundos eran objeto de medidas represivas y se les obligaba a trabajar en obras públicas o en el ejército, con el objetivo de eliminar la vagancia (Trinidad Fernández, 1985; Pérez Estévez, 1976).
Un cambio ideológico crucial se produjo, donde la caridad religiosa, a pesar de su amplitud en términos de fondos y personas asistidas, fue cuestionada. Surgió una nueva literatura que criticaba la caridad de las instituciones eclesiásticas, argumentando que fomentaba la mendicidad y desincentivaba el trabajo. La opinión ilustrada sostenía cada vez más que el propósito de la asistencia pública debía ser convertir a los pobres en ciudadanos útiles, leales y productivos, en lugar de mantenerlos en una dependencia de limosnas (Callahan, 1978).
La pobreza fue vista no solo como una cuestión religiosa, sino como un obstáculo para el desarrollo económico y un riesgo potencial para la estabilidad social. Esta percepción impulsó una serie de iniciativas legislativas y debates durante el reinado de Carlos III. Las medidas incluyeron la mejora de la beneficencia domiciliaria, la creación y dotación de hospicios, la regulación de la caridad individual a través del fondo pío beneficial y la participación de las sociedades económicas en la problemática de la mendicidad, junto con la organización de Juntas generales, parroquiales y de barrio de caridad (Serna Alonso, 1988).
En resumen, la Ilustración española del siglo XVIII abordó la pobreza desde una perspectiva pragmática, buscando no solo aliviar la necesidad inmediata, sino también promover la participación activa de los individuos en la sociedad y fomentar un desarrollo económico sostenible.
Los reformadores ilustrados
Los reformadores ilustrados desempeñaron un papel crucial en la promoción de las innovaciones que marcaron el siglo XVIII en España. Entre los destacados pensadores de esta época, se encuentran nombres como Bernardo Ward, Jovellanos, Floridablanca, Sempere y Guarinos, Campomanes, Campillo, Cortines Andrade, Arriquíbar, Pérez y López, Calvo y Julián. Aunque sus ideas sobre la beneficencia no buscaban originalidad, sino que se inspiraban en experiencias exitosas de otros países europeos como Holanda, Inglaterra, Francia e incluso Ginebra, donde la cuestión de la beneficencia se entrelazaba con los trabajos públicos (Sarrailh, 1974:534-535).
Un elemento constante en el pensamiento de estos autores fue la concepción de la pobreza no simplemente como falta de recursos económicos, sino como la negativa a trabajar. Por esta razón, rechazaron la caridad y la limosna, argumentando que tales prácticas fomentaban la pobreza, la ociosidad y los vicios asociados (como el juego y la bebida). Para ellos, la solución a la mendicidad en España recaía en el Estado, al cual consideraban responsable de velar por los necesitados y actuar como tutor y protector de sus necesidades: «Si son la pobreza y la miseria indispensables elementos del estado social, al gobierno, depositario de su felicidad y armonía, y fiel intérprete de las voluntades particulares, toca de justicia la santa obligación de velar sobre los infelices y ser tutor y padre de sus necesidades» (Ward, cit. en Serrailh, 1974:531).
En resumen, los reformadores ilustrados compartieron una perspectiva que enfatizaba la intervención activa del Estado para abordar la pobreza y la miseria, reemplazando la caridad pasiva con medidas más efectivas que promovieran el trabajo, la productividad y la mejora de las condiciones de vida de la población necesitada.
La situación social y el Motín de Esquilache
Tanto el impulso reformista como la situación social de la época, marcada por la marginación, pobreza e indigencia de la gran mayoría de la población, jugaron un papel crucial en el cambio de enfoque en la asistencia social. Además, el Motín de Esquilache, ocurrido en 1766, debe ser considerado no solo como una respuesta a la situación de pobreza, sino también como un catalizador para las acciones del gobierno. Este evento no solo señaló la protesta contra la pobreza, sino que también impulsó a la Monarquía a adoptar medidas preventivas, de asistencia y, al mismo tiempo, represivas. Ejemplos destacados de las estrategias implementadas por los ilustrados fueron la creación de los Montepíos, las Diputaciones de Barrio y el establecimiento del Hospicio de San Fernando, que ilustran los esfuerzos para abordar tanto las causas como las consecuencias de la desigualdad social.
La desamortización y sus consecuencias: la centralización de los procesos de asistencia social y la pérdida de influencia de la Iglesia en la política de acción social
La política ilustrada en España durante el siglo XVIII tuvo profundas consecuencias que reverberaron en el siglo XIX y más allá, marcando la historia política y social del país. Entre las medidas más influyentes, destacan las desamortizaciones, que implicaron la venta de tierras pertenecientes a la Iglesia y a los municipios, inicialmente concebida como una reforma agraria, pero que terminó teniendo fines recaudatorios para la Hacienda.
Estas desamortizaciones tuvieron un impacto significativo en la estructura de la propiedad agraria y en la situación de los medios rurales. A pesar de que se esperaba que esta medida aliviara la pobreza en las áreas rurales, terminó agravando el problema al privar a los municipios de los recursos necesarios para enfrentar las necesidades sociales. La desamortización también provocó la quiebra de miles de municipios rurales, lo que condujo a una centralización de los procesos de asistencia social, con el poder central asumiendo un papel más relevante en este ámbito.
Además, la desamortización debilitó la influencia de la Iglesia en la política de acción social. La venta de bienes eclesiásticos y la posterior asunción de funciones sociales por parte de las autoridades públicas redujeron la participación de la Iglesia en este aspecto. A lo largo del siglo XIX, esta dinámica continuó, lo que llevó a una disminución en la influencia de la Iglesia en asuntos de asistencia social.
Esta serie de eventos marcó un cambio importante en la configuración de la acción social en España, con una centralización creciente y una pérdida de protagonismo de la Iglesia en este ámbito. A medida que el país avanzaba hacia el siglo XIX, estas consecuencias de la política ilustrada, especialmente las desamortizaciones, dejaron una profunda huella en la estructura social y política de la nación.
Referencias
- Alemán Bracho, C.., Alonso Seco, J.M.. and Fernández Santiago, P.. (2010) Fundamentos de servicios sociales. Valencia: Tirant lo Blanch.
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