El paso del siglo XVIII al XIX marcó un punto de inflexión crucial en la evolución de los servicios sociales, ya que se gestaron los cimientos de la sociedad moderna que transformaría de manera radical la percepción de los problemas sociales y la forma en que se abordarían las necesidades de la población (Rodríguez Cabrero, 1989).
Durante esta época de cambio, se observó una progresiva metamorfosis de los problemas sociales, convirtiéndolos en asuntos de carácter público y responsabilidad política. Las tradicionales creencias en la responsabilidad de la Iglesia y la caridad privada comenzaron a decaer de forma inexorable (Beltrán Aguirre, 1991:81-89), (Casado, Guillén, 2001:166-167). Pero, ¿qué factores impulsaron esta tendencia hacia una percepción pública de los problemas sociales? ¿Cuáles fueron las fuerzas motrices detrás de este cambio? Algunas de estas fuerzas merecen ser examinadas en detalle.
En primer lugar, la creciente industrialización y urbanización trajo consigo una complejidad social sin precedentes. Las masivas migraciones del campo a la ciudad generaron concentraciones de población en áreas urbanas, dando lugar a la proliferación de condiciones precarias de vida, falta de vivienda y empleo. Estas condiciones se volvieron difíciles de abordar únicamente con la beneficencia privada.
En segundo lugar, las ideologías de la Ilustración y el liberalismo político empezaron a influir en la percepción del papel del Estado en la sociedad. La idea de que el Estado tenía la responsabilidad de garantizar el bienestar general ganó terreno, desafiando la noción tradicional de que la asistencia debía ser principalmente responsabilidad de la Iglesia y la caridad privada.
En tercer lugar, los movimientos sociales y políticos de la época, como la Revolución Francesa, plantearon cuestionamientos profundos sobre la desigualdad y la injusticia social. Estos movimientos fomentaron la noción de que el Estado debía intervenir para abordar las necesidades y reducir las disparidades sociales.
Además, el pensamiento económico de la época, influenciado por figuras como Adam Smith, subrayó la importancia del bienestar social y la inversión en capital humano para el desarrollo económico a largo plazo. Esto proporcionó un fundamento intelectual para la intervención estatal en áreas de educación, salud y asistencia social.
En resumen, el tránsito del siglo XVIII al XIX fue un período de profundos cambios sociales, políticos y económicos que sentaron las bases para el surgimiento de los servicios sociales modernos. La complejidad de los problemas sociales, las nuevas ideologías de la Ilustración y el liberalismo, los movimientos sociales y las ideas económicas influyeron en la creciente percepción de que el Estado tenía un papel fundamental en abordar las necesidades y desigualdades sociales, allanando el camino para la configuración de los servicios sociales tal como los conocemos en la actualidad.
La Revolución Industrial
La Revolución Industrial, en primera instancia, tuvo un impacto fundamental en el cambio hacia el intervencionismo público en la esfera social. La aparición de la sociedad industrial exacerbó y, en muchos casos, transformó significativamente la miseria y la pobreza, lo que a su vez incentivó la necesidad de intervención gubernamental para abordar estas crecientes problemáticas (Garcés Ferrer, 1996:78).
Esta Revolución Industrial, sin duda, se sitúa como uno de los hitos más trascendentales en la historia de la humanidad. Esta transformación profunda no solo cambió las condiciones de vida, sino también la dinámica laboral. Las fábricas emergentes, marcadas por la insalubridad, el riesgo laboral asociado a nuevas tecnologías y las extenuantes jornadas de trabajo (favorecidas por la proliferación del alumbrado a gas), dieron forma a una realidad laboral dramáticamente desafiante.
Sin embargo, esta situación no afectó solo a las clases más desfavorecidas hasta el momento. Artífices y pequeños agricultores, incapaces de competir con las nuevas realidades económicas, también cayeron en la categoría del nuevo proletariado empobrecido. Además, la diversificación de los orígenes de las personas afectadas por estas condiciones económicas empeoradas amplificó aún más la magnitud de los nuevos problemas sociales (Alonso Olea, 1970; Friedlander, 1989; Ritter, 1991).
En paralelo, la industrialización tuvo otro efecto relevante: la visibilidad y concentración de la pobreza. Aunque la pobreza ha sido siempre parte de la sociedad, previamente se distribuía de manera dispersa por el territorio, en parte debido a medidas administrativas. Por ejemplo, en Inglaterra y España, se prohibía a los pobres desplazarse de sus municipios de residencia para mantener el control sobre la seguridad pública.
La Revolución Industrial centralizó la pobreza en los suburbios de las ciudades y en las proximidades de las fábricas. Estas últimas requerían una población asentada en un radio cercano para asegurar un acceso fácil a los trabajadores. El hacinamiento, las malas condiciones de vivienda y la insalubridad no solo visualizaron la situación de pobreza, sino que también la elevaron a una trascendencia y gravedad sin precedentes. La pobreza ya no se limitaba a ser una problemática individual; su presentación en este nuevo contexto la enmarcaba como una cuestión colectiva y social.
Esta percepción no solo emergió por consideraciones caritativas, sino también por su dimensión política. La concentración de masas proletarias en los suburbios empezó a verse como una potencial amenaza al poder de la naciente burguesía. Esta situación incentivó la promulgación de medidas legislativas destinadas a mitigar los problemas sociales, sentando las bases de los servicios sociales en una etapa temprana (Álvarez Uría, 1986).
Además, la concentración de la pobreza en barrios y viviendas urbanas facilitó la interpretación de un incremento cuantitativo en la pobreza. Así, no solo empeoró la situación de la pobreza en la nueva sociedad industrial, sino que también la urbanización masiva insinuaba un aumento en comparación con el pasado reciente.
La Revolución Democrática
La Revolución Democrática, que tuvo lugar en paralelo con la Revolución Industrial, contribuyó significativamente a la redefinición de la pobreza y los problemas sociales. Esta coincidencia en el tiempo, hacia finales del siglo XVIII, generó un entorno en el cual los cambios en la vida política y social se entrelazaron de manera crucial, dando forma a la sociedad moderna (Rodríguez Cabrero, 1989).
Uno de los impactos más notables de la Revolución Democrática fue la transformación de la naturaleza de la vida política, la cual dejó de ser el dominio exclusivo de minorías aristocráticas o nobles para incluir gradualmente a toda la colectividad. Aunque el acceso al voto para los pobres y los trabajadores no se materializaría hasta finales del siglo XIX, su protagonismo alteró drásticamente la dinámica política. Esto situó los problemas sociales en un lugar prominente en la agenda política, un fenómeno evidente en dos cambios cruciales derivados de esta transformación: la aparición de los partidos políticos de masas y el surgimiento de movimientos sindicales (García Pelayo, 1991).
Los partidos políticos de masas se convirtieron en los portavoces de las necesidades de los grupos marginados, influenciando de manera significativa la vida política y promoviendo la adopción de medidas legales y administrativas en favor de los trabajadores y los pobres. Al mismo tiempo, los movimientos sindicales emergieron como defensores de la clase obrera y promovieron soluciones a los problemas sociales que afectaban a esta clase, como la limitación de la duración de la jornada laboral (García Ninet, 1975).
Además, se originaron movimientos cooperativos y sociedades de auxilio mutuo entre los trabajadores como respuestas internas a las nuevas condiciones sociales. La exigencia de nuevos derechos sociales y políticos, junto con su implementación efectiva, se convirtieron en reivindicaciones dirigidas al poder político (Donati, 1998). Estos eventos revolucionarios tuvieron un impacto profundo en la configuración de la sociedad contemporánea y desempeñaron un papel fundamental en el surgimiento de los servicios sociales.
La Revolución Democrática también cambió la perspectiva sobre la pobreza. La concepción de la persona como ciudadano implicó que las necesidades de los pobres y los marginados ya no eran meramente asuntos privados, sino que el Estado asumió una función protectora. Así, la Revolución Francesa marcó un hito, cambiando el enfoque desde mendicar limosna hasta reclamar derechos legítimos inherentes a la humanidad. Los delegados de la Asamblea Constituyente señalaron que la pobreza violaba los derechos humanos y amenazaba el equilibrio social, lo que motivó la necesidad de abordarla mediante la asistencia social y la creación de comités específicos (Álvarez Uría, 1986:122-123).
Este período también presenció las primeras medidas de protección para la vejez, regulaciones sobre la incapacidad, ayudas por accidentes laborales, protección de la infancia, normas de seguridad e higiene en el trabajo y protección por desempleo, elementos cruciales del intervencionismo público en las condiciones laborales y de vida en la sociedad industrial (Alonso Seco y Gonzalo González, 2000). Estos acontecimientos y el subsiguiente intervencionismo estatal desencadenaron la creación de los servicios sociales y sentaron las bases para el desarrollo del derecho laboral. En España, este proceso fue más tardío debido al retraso en la industrialización en comparación con otros países europeos (Villa, 1969).
Cambios de mentalidad: de súbditos a ciudadanos
Los profundos cambios socio-políticos generados por las Revoluciones Industrial y Democrática no solo provocaron respuestas intelectuales, administrativas y sociales, sino que también llevaron a una transformación de la mentalidad colectiva. La transición de súbditos a ciudadanos, con su capacidad de influencia y participación en la sociedad, se convirtió en un proceso central durante este período de cambio acelerado (Rodríguez Cabrero, 1989).
La creación de cuerpos de funcionarios especializados, como los inspectores de fábrica o de trabajo, encargados de investigar y sancionar las condiciones de trabajo en las nuevas fábricas, marcó un punto de inflexión. Estos funcionarios produjeron monografías que describían tanto las condiciones laborales como las de vida del proletariado. La difusión de estas investigaciones evidenció una conciencia creciente y colectiva respecto a estos problemas.
Sin embargo, este cambio no se limitó solo a la percepción de la pobreza como un fenómeno natural, sino que se destacó la idea de que la pobreza era el resultado de factores humanos como la ignorancia o la explotación. Este cambio de perspectiva marcó un hito importante: la pobreza ya no se veía como una fatalidad inmutable, sino como un problema que podía ser abordado y atenuado por la intervención pública (Bottomore, 1968).
Este nuevo enfoque en la sociedad condujo a una mentalidad de ciudadanos en la que la participación activa y la toma de decisiones colectivas se volvieron esenciales. La sociedad dejó de ser considerada como una realidad impuesta e inmutable, para convertirse en una realidad maleable y modificable por la acción colectiva. Los servicios sociales, en esta nueva concepción, se convirtieron en un instrumento de corrección de los desequilibrios generados por la dinámica social. En última instancia, los servicios sociales surgieron como parte de una visión racional y participativa de la vida colectiva, destinados a mitigar las disparidades creadas por la dinámica social en evolución.
En este sentido, la Revolución Democrática introdujo un cambio significativo en la vida política al elevar el bienestar social como un objetivo explícito de los gobiernos. Aunque esto no implicaba que los gobiernos burgueses actuaran exclusivamente en función de este principio, el bienestar social se convirtió en una fuerza moral que motivó las demandas populares en las décadas siguientes. Este bienestar social se convirtió en la manifestación política de la noción de «felicidad», un concepto central en el pensamiento de la Ilustración (Giner, 1967:334).
El caso concreto de España: razones de un retraso
¿Experimentó España un desarrollo equiparable al de sus países vecinos europeos en términos de acción social? Sin lugar a dudas, se observa un retraso en la evolución de los servicios sociales en el país, una demora que puede atribuirse al menos a tres factores determinantes.
El peso de la Iglesia Católica en la vida social y política española
La influencia de la Iglesia en la sociedad y en la vida política española ha sido un factor de considerable peso. Esta influencia no solo ha sido marcada, sino que también se ha mantenido durante períodos más largos en comparación con otros países europeos (Rodríguez Cabrero, 1989). Para respaldar esta afirmación, se puede observar la historia constitucional de España. A diferencia de muchos otros países europeos donde la separación entre la Iglesia y el Estado comenzó a concretarse a fines del siglo XVIII, en España todas las Constituciones, desde la de Cádiz en 1812, mantuvieron la confesionalidad católica del Estado, incluso hasta el siglo XX con la excepción de las constituciones de 1931 y 1978.
La sólida presencia histórica de la Iglesia en la vida política y social de España ha contribuido a prolongar la etapa de la caridad y la beneficencia, principalmente llevada a cabo por instituciones eclesiásticas (Aznar López, 1996). La asistencia a los necesitados se consideraba como una extensión de la labor religiosa, y se veía con cierta reticencia la intervención del Estado en este ámbito. A lo sumo, se aceptaba la participación estatal de manera testimonial. Sin embargo, es importante reconocer el papel destacado que la Iglesia ha desempeñado en la atención a las necesidades tradicionales y en la creación de instituciones como Cáritas, que posteriormente ha desempeñado un papel fundamental en la renovación de la acción social, convirtiéndose en un pionero en numerosas iniciativas.
El retraso económico de España
Una segunda razón que contribuyó al retraso en la configuración de los servicios sociales en España se encuentra en el contexto económico. España experimentó un retraso económico en comparación con otros países europeos. La Revolución Industrial llegó más tarde y se concentró en unas pocas regiones, como Cataluña, el País Vasco y Asturias. La sociedad española en ese momento era predominantemente rural, con una gran parte de su población viviendo en municipios de baja población y dependiendo principalmente de la agricultura como fuente de trabajo. Incluso a principios del siglo XX, en 1900, solo el 17% de la población residía en capitales de provincia.
Estos datos demuestran claramente el retraso en el proceso de industrialización en España, incluso a principios del siglo XX. Este enfoque en la población rural y la actividad agrícola retrasó la aparición de demandas y problemas asociados con la industrialización, lo que a su vez obstaculizó el desarrollo de respuestas públicas propias de sociedades industriales.
Durante el siglo XIX, en España, la cuestión social estaba naturalmente vinculada a la cuestión agraria, con temas centrados en los jornaleros y la distribución de tierras. En este contexto, las demandas y los problemas estaban más relacionados con la agricultura que con la industrialización. En este sentido, las respuestas públicas a la realidad social estaban limitadas por el hecho de que la sociedad aún no había experimentado un impulso significativo hacia el desarrollo económico. En general, la sociedad se encontraba en una fase previa de desarrollo y, por lo tanto, los problemas y debates que enfrentaba eran inherentes a esta etapa de evolución económica.
El escaso desarrollo del movimiento obrero
El retraso en el desarrollo industrial también tuvo un impacto significativo en la formación del movimiento obrero en España, que se encuentra como una tercera razón para el retraso en la configuración de los servicios sociales. A diferencia de otros países europeos, donde los movimientos obreros comenzaron a emerger en paralelo al proceso de industrialización, en España el movimiento obrero no ganó fuerza hasta el último tercio del siglo XIX. Un ejemplo de esto es la fundación de la Unión General de Trabajadores (UGT) en 1888, que coincide temporalmente con la consolidación del movimiento anarquista en el país (Álvarez Junco, 1976). Por lo tanto, el movimiento obrero español no pudo desempeñar un papel activo y modernizador en la formación del sistema de protección social, ya que su desarrollo estaba en una etapa incipiente durante gran parte de este período.
Es interesante notar que a pesar de las diferencias ideológicas, varios sectores de la sociedad española compartían una preocupación por el espíritu individualista que surgió de la Revolución Francesa y abogaban por la asociación de los trabajadores. Los católicos sociales y los socialistas, aunque por motivos diferentes, coincidieron en la importancia de la intervención estatal para regular y apoyar a los trabajadores. Ambos grupos veían la necesidad de promover formas de organización colectiva para los trabajadores, ya sea a través de las antiguas corporaciones actualizadas o mediante sindicatos modernos. Esta convergencia de perspectivas sobre la importancia de la intervención estatal y la organización de los trabajadores ilustra la complejidad de la situación social y política en ese momento (Marvaud, 1975:415).
En resumen, el retraso en la industrialización, la persistencia de una sociedad mayoritariamente rural y el desarrollo incipiente del movimiento obrero en España contribuyeron de manera significativa al retraso en la formación de los servicios sociales en comparación con otros países europeos.
Referencias
- Alemán Bracho, C.., Alonso Seco, J.M.. and Fernández Santiago, P.. (2010) Fundamentos de servicios sociales. Valencia: Tirant lo Blanch.